CONSOLAD
Este segundo domingo de Adviento comienza con una de esas
lecturas que merecen no sólo ser escuchadas durante la Misa sino también ser
releídas unas cuantas veces y meditadas. Son ese tipo de lecturas que calman el
corazón e inyectan una sobredosis de esperanza que no mata sino que llena de
vida.
“Consolad, consolad a
mi pueblo, –dice vuestro Dios–; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle…” Así comienza el profeta Isaías a hablarnos en la liturgia
de este fin de semana.
Tengo la costumbre de leer el conjunto de lecturas que se
proclaman el domingo, al principio de semana: el lunes o el martes más o menos.
De esta forma intento que, la Palabra de Dios que predicaré durante el fin de
semana, me acompañe durante toda la semana para poder aplicarlo luego en la
homilía en hechos concretos útiles para nuestra vida cristiana.
No digo esto para tirarme flores (es algo que podemos hacer
todos y que viene muy bien). Lo digo porque en esta ocasión no puede pasar de
las primeras palabras. El vocablo “consolad”
golpeó de tal forma mi corazón que no pude más que pararme ahí y volver a
repetir una y otra vez durante la oración personal “consolad,…consolad,…consolad,…”
En un primer momento pensé que el Señor me estaba pidiendo
que fuera consuelo para todas aquellas personas que se acercan a hablar
conmigo. Pero luego recordaba todas esas ocasiones en las que han acudido a
mi…y lo único que podía decir era: nada. No siempre he tenido respuesta ante
las dificultades.
Entonces me pregunté cómo iba a consolar si no tengo
palabras que puedan hacerlo. En ese momento reconocí que el consolaba no era
yo. No es mi consuelo sino el que viene del Señor.
Si continuamos un poco más la lectura observamos como Dios
hace todo lo posible para que nuestro camino sea lo más llano posible, lo más
fácil posible,… lo hace Él, no nosotros. Por lo tanto, el punto de inicial de
mi oración estaba equivocado. No se trataba de saber consolar sino de saberse
instrumento de Dios y, por lo tanto, cauce del consuelo y la misericordia de
Dios.
Pensamos que debemos de tener respuesta para todo y, a
veces, un simple abrazo o un estar al lado de la otra persona en silencio y
acompañando es el mayor de los consuelos. Estos dos ejemplos pueden mostrar la
cercanía del Señor al que necesita de su consuelo y nosotros podemos tener el
gran gozo de ser los medios por los cuales llegue esta caricia de Dios a los
demás.
No habrá mayor regalo que saber que, al menos por un
momento, los demás hayan visto los brazos acogedores del Padre por medio de
nosotros. Será entonces cuando hayamos aprendido el verdadero significado de la
palabra consolar.
Vuestro párroco
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