viernes, 8 de diciembre de 2017

CONSOLAD

Este segundo domingo de Adviento comienza con una de esas lecturas que merecen no sólo ser escuchadas durante la Misa sino también ser releídas unas cuantas veces y meditadas. Son ese tipo de lecturas que calman el corazón e inyectan una sobredosis de esperanza que no mata sino que llena de vida.

“Consolad, consolad a mi pueblo, –dice vuestro Dios–; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle…” Así comienza el profeta Isaías a hablarnos en la liturgia de este fin de semana.
Tengo la costumbre de leer el conjunto de lecturas que se proclaman el domingo, al principio de semana: el lunes o el martes más o menos. De esta forma intento que, la Palabra de Dios que predicaré durante el fin de semana, me acompañe durante toda la semana para poder aplicarlo luego en la homilía en hechos concretos útiles para nuestra vida cristiana.

No digo esto para tirarme flores (es algo que podemos hacer todos y que viene muy bien). Lo digo porque en esta ocasión no puede pasar de las primeras palabras. El vocablo “consolad” golpeó de tal forma mi corazón que no pude más que pararme ahí y volver a repetir una y otra vez durante la oración personal “consolad,…consolad,…consolad,…”

En un primer momento pensé que el Señor me estaba pidiendo que fuera consuelo para todas aquellas personas que se acercan a hablar conmigo. Pero luego recordaba todas esas ocasiones en las que han acudido a mi…y lo único que podía decir era: nada. No siempre he tenido respuesta ante las dificultades.

Entonces me pregunté cómo iba a consolar si no tengo palabras que puedan hacerlo. En ese momento reconocí que el consolaba no era yo. No es mi consuelo sino el que viene del Señor.

Si continuamos un poco más la lectura observamos como Dios hace todo lo posible para que nuestro camino sea lo más llano posible, lo más fácil posible,… lo hace Él, no nosotros. Por lo tanto, el punto de inicial de mi oración estaba equivocado. No se trataba de saber consolar sino de saberse instrumento de Dios y, por lo tanto, cauce del consuelo y la misericordia de Dios.

Pensamos que debemos de tener respuesta para todo y, a veces, un simple abrazo o un estar al lado de la otra persona en silencio y acompañando es el mayor de los consuelos. Estos dos ejemplos pueden mostrar la cercanía del Señor al que necesita de su consuelo y nosotros podemos tener el gran gozo de ser los medios por los cuales llegue esta caricia de Dios a los demás.

No habrá mayor regalo que saber que, al menos por un momento, los demás hayan visto los brazos acogedores del Padre por medio de nosotros. Será entonces cuando hayamos aprendido el verdadero significado de la palabra consolar.

Vuestro párroco

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