sábado, 24 de febrero de 2018

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En la Sagrada Escritura podemos encontrar el libro de los salmos. Estos se utilizan en la Liturgia de la Iglesia en varias ocasiones: en la oración de la Liturgia de las horas (laudes, hora intermedia, vísperas,…), en la Eucaristía, etc…

Es en esta última donde pasa desapercibida la lectura de los salmos. Me da la impresión (y yo me cuento entre ellos) que estamos más pendientes de la antífona que tenemos que repetir que lo que dice el mismo salmo.

El título del artículo de esta semana hace referencia al número del salmo que proclamaremos este fin de semana, segundo de Cuaresma. Leeremos unos pocos versículos del mismo pero el salmo en su totalidad es una belleza. Empieza así: Amo al Señor, porque escucha mi voz suplicante,  porque inclina su oído hacia mí el día que lo invoco.

El salmista confía en esa presencia continua del Señor en su vida. Me pregunto si nosotros comenzaríamos así también nuestra oración si nos pidieran que la escribiéramos en forma de Salmo, si nuestra confianza en Él es tan fuerte como la del escritor de este salmo.

Confianza que es digna de alabar si continuamos leyendo: Me envolvían redes de muerte, me alcanzaron los lazos del abismo, caí en tristeza y angustia. En pocas palabras nos pone en situación que no es para nada esperanzadora. El hombre está hecho polvo. Pero aun así, saca fuerzas de donde no las hay para dirigirse a Aquel que sabe que lo escucha: «Señor, salva mi vida» o en otro momento, un poco más adelante, dice: Tenía fe, aun cuando dije: «¡Qué desgraciado soy!».

La experiencia de fe del salmista nos puede ayudar en nuestro camino de conversión de esta Cuaresma. No sólo eso, sino que nos puede alumbrar en nuestra vida de fe. La oración no es tan sencilla como parece; todos podemos rezar pero pocos pueden orar, porque rezar es repetir palabras, pero orar es tirarte al vacío y confiar que el Señor nos coge entre sus brazos.


Mucho cambiaría nuestra vida si aprendiéramos a orar con sinceridad y desde el corazón, si dejáramos de hablar nosotros y le dejáramos hablar a Él. Tal vez, y digo tal vez, pudiéramos acabar nuestras oraciones diciendo lo mismo que el salmista: El Señor es benigno y justo (…) estando yo sin fuerzas, me salvó (…) el Señor fue bueno conmigo (…) ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando el nombre del Señor.

Vuestro párroco

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