115
En la Sagrada Escritura
podemos encontrar el libro de los salmos. Estos se utilizan en la Liturgia de
la Iglesia en varias ocasiones: en la oración de la Liturgia de las horas
(laudes, hora intermedia, vísperas,…), en la Eucaristía, etc…
Es en esta última donde pasa
desapercibida la lectura de los salmos. Me da la impresión (y yo me cuento
entre ellos) que estamos más pendientes de la antífona que tenemos que repetir
que lo que dice el mismo salmo.
El título del artículo de esta
semana hace referencia al número del salmo que proclamaremos este fin de
semana, segundo de Cuaresma. Leeremos unos pocos versículos del mismo pero el
salmo en su totalidad es una belleza. Empieza así: Amo al Señor, porque escucha mi voz suplicante, porque inclina su oído hacia mí el día que lo
invoco.
El salmista confía en esa
presencia continua del Señor en su vida. Me pregunto si nosotros comenzaríamos
así también nuestra oración si nos pidieran que la escribiéramos en forma de
Salmo, si nuestra confianza en Él es tan fuerte como la del escritor de este
salmo.
Confianza que es digna de
alabar si continuamos leyendo: Me
envolvían redes de muerte, me alcanzaron los lazos del abismo, caí en tristeza
y angustia. En pocas palabras nos pone en situación que no es para nada
esperanzadora. El hombre está hecho polvo. Pero aun así, saca fuerzas de donde
no las hay para dirigirse a Aquel que sabe que lo escucha: «Señor, salva mi vida» o en otro momento, un poco más adelante,
dice: Tenía fe, aun cuando dije: «¡Qué
desgraciado soy!».
La experiencia de fe del
salmista nos puede ayudar en nuestro camino de conversión de esta Cuaresma. No
sólo eso, sino que nos puede alumbrar en nuestra vida de fe. La oración no es
tan sencilla como parece; todos podemos rezar pero pocos pueden orar, porque
rezar es repetir palabras, pero orar es tirarte al vacío y confiar que el Señor
nos coge entre sus brazos.
Mucho cambiaría nuestra vida
si aprendiéramos a orar con sinceridad y desde el corazón, si dejáramos de
hablar nosotros y le dejáramos hablar a Él. Tal vez, y digo tal vez, pudiéramos
acabar nuestras oraciones diciendo lo mismo que el salmista: El Señor es benigno y justo (…) estando yo
sin fuerzas, me salvó (…) el Señor fue bueno conmigo (…) ¿Cómo pagaré al Señor todo
el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando el nombre
del Señor.
Vuestro párroco
No hay comentarios:
Publicar un comentario