Jardín de Dios
En la terraza de la casa de
mis padres hay muchas plantas. A pesar del calor que por las tardes hace allí,
mis padres las cuidan y miman de tal forma que hay algunas que se han hecho
enormes y fuertes.
Yo no comparto esa afición.
Sólo tengo una planta en el balcón de mi casa, que me trajeron el día que me
instalé en Sueca, que riego cuando me acuerdo y que sufre algún que otro
mordisco aislado del guardián peludo de la casa. Sin embargo, hace flores. Unas
flores muy pequeñas de un color rosa muy clarito que parecen que están hechas
de cera.
Mi madre se sorprende cuando
le digo que tengo flores, de dicha planta, en el balcón porque la que tiene en
su casa no hace…y estoy seguro de que la cuida mucho más que yo. Por la razón
que sea, su planta no hace flores pero sigue siendo bonita.
A menudo, nos afanamos por
intentar que de nosotros surja algo, surja fruto, cualquier cosa…y no es así.
Hemos regado, podado, cuidado,…y nada. No sale nada.
Para entender mejor esto que
acabo de decir hay que ponerle nombre a esas plantas: hijos que no comparten la
fe, problemas que no conseguimos solucionar, pecados que no puedo evitar o que
no consigo perdonarme, etc… Son plantas que tenemos en nuestro jardín, que
llenan el espacio, pero que no hacen flores.
Algunas de esas plantas
seguirán viviendo cuando nosotros cerremos los ojos a este mundo y los abramos
para ver el verdadero Jardín del Edén en el Reino de los Cielos. Tal vez sea,
en ese momento, cuando alguna de esas plantas que perdurarán comiencen a
florecer. No será porque no lo hemos intentado, tampoco porque hemos ahogado a
la planta. Será, simplemente, porque no hemos dejado a Dios ser Dios.
Él es el que hace que las
plantas florezcan y hay que dejarle hacer para que nuestro jardín florezca de
verdad. No serán nuestros cuidados…esos, sin duda alguna, ayudarán en gran
medida. Por tanto, cuidemos nuestro jardín, si…pero dejemos que Dios también lo
haga.
Vuestro párroco
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