domingo, 17 de junio de 2018


Jardín de Dios
En la terraza de la casa de mis padres hay muchas plantas. A pesar del calor que por las tardes hace allí, mis padres las cuidan y miman de tal forma que hay algunas que se han hecho enormes y fuertes.

Yo no comparto esa afición. Sólo tengo una planta en el balcón de mi casa, que me trajeron el día que me instalé en Sueca, que riego cuando me acuerdo y que sufre algún que otro mordisco aislado del guardián peludo de la casa. Sin embargo, hace flores. Unas flores muy pequeñas de un color rosa muy clarito que parecen que están hechas de cera.

Mi madre se sorprende cuando le digo que tengo flores, de dicha planta, en el balcón porque la que tiene en su casa no hace…y estoy seguro de que la cuida mucho más que yo. Por la razón que sea, su planta no hace flores pero sigue siendo bonita.

A menudo, nos afanamos por intentar que de nosotros surja algo, surja fruto, cualquier cosa…y no es así. Hemos regado, podado, cuidado,…y nada. No sale nada.

Para entender mejor esto que acabo de decir hay que ponerle nombre a esas plantas: hijos que no comparten la fe, problemas que no conseguimos solucionar, pecados que no puedo evitar o que no consigo perdonarme, etc… Son plantas que tenemos en nuestro jardín, que llenan el espacio, pero que no hacen flores.

Algunas de esas plantas seguirán viviendo cuando nosotros cerremos los ojos a este mundo y los abramos para ver el verdadero Jardín del Edén en el Reino de los Cielos. Tal vez sea, en ese momento, cuando alguna de esas plantas que perdurarán comiencen a florecer. No será porque no lo hemos intentado, tampoco porque hemos ahogado a la planta. Será, simplemente, porque no hemos dejado a Dios ser Dios.

Él es el que hace que las plantas florezcan y hay que dejarle hacer para que nuestro jardín florezca de verdad. No serán nuestros cuidados…esos, sin duda alguna, ayudarán en gran medida. Por tanto, cuidemos nuestro jardín, si…pero dejemos que Dios también lo haga.

Vuestro párroco

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