Un beso
Desde hace diez años, siempre
la última semana completa del mes de enero, cumplo con la obligación, la
devoción y la necesidad, convertida en deseo, de marchar unos días al
monasterio benedictino de Montserrat.
Paso olímpicamente de las
cargas políticas que algunos puedan dar a este lugar. Para mí es lugar de encuentro
con Dios y con los monjes que, durante estos años he ido conociendo, casi sin
mediar palabra pues respetan el silencio y el camino espiritual que cada uno va
realizando.
La jornada culmina pronto, a
las 21’30 suele acabar la oración de completas, la última del día (o tarde si
consideramos que el primer rezo es a las seis de la mañana). Tras el canto a
María con el que termina esta oración comienza el gran silencio. Ya nadie dice
ni pío, cada uno se va a su celda y hasta el día siguiente.
Todo en un ambiente relajado,
sencillo y asumido con naturalidad dentro de la vida monástica. Sin prisas, la
jornada ya ha finalizado y toca descansar. Son muchos los monjes que, antes de
dirigirse al catre, caminan hasta el camarín donde se encuentra la Virgen de
Montserrat para darle un beso.
Primero un momento de oración
ante el Santísimo. En penumbra, con la luz justa para no tropezar con las
sillas. El sagrario no se ve, está tras una cortina. Sólo una pequeña luz roja
indica la presencia de Jesús Sacramentado. Alzando la vista se ve la espalda de
la Virgen y las cabezas de los monjes y los huéspedes que pasan para decirle
buenas noches.
Espero un tiempo prudencial
arrodillado en el camarín. Es el momento que vienen a mi memoria todas las
personas que me han pedido oración, todas las personas que conozco, mis
parroquias y mi familia. Todos están presentes y los pongo en el corazón de
Cristo.
Cuando observo que ya han
pasado todos los de la casa me levanto y subo los escalones que conducen hasta
la Madre. Un arco de plata rodea la imagen que se encuentra totalmente
iluminada y así se mantendrá toda la noche, velando por todos. Me pongo en
frente de ella y la observo. Detrás de mí, su basílica está completamente
oscura. Sólo la mesa del altar se mantendrá iluminada como ella. Aquí, hasta la
iluminación invita a la reflexión y a la oración. Nada es casual.
Me acerco a ella y la beso. En
ese beso vuelven a estar todos conmigo y pongo sus vidas en las manos cariñosas
de María. “Acógeles y llévalos hacia tú
Hijo como estás haciendo conmigo” medito mientras alargo el beso.
El silencio invade la Abadía
montserratina pero el corazón no deja de gritar de júbilo. Es sobrecogedor;
imposible de explicar con palabras los sentimientos y sensaciones que el
momento destila.
Tranquilo vuelvo sobre mis
pasos y me dirijo hacia la habitación. Mañana será otro día dedicado sólo a Él
de la mano de María. Sólo espero que desde donde estés leyendo esto, esta noche
al dormir, sientas también el beso de María arropando tu sueño como está
haciendo con el mío. Que Dios vele tu descanso…
Vuestro párroco