viernes, 10 de noviembre de 2017

Y TÚ, ¿QUIÉN ERES?
Hablando con gente que ha padecido la enfermedad del Alzheimer, no por los enfermos porque desgraciadamente no tiene cura, sino por los familiares que los cuidan, que también la padecen a su manera, siempre me comentan que lo más duro de la enfermedad es cuando ya no te reconocen.

Da lo mismo que seas su esposo, su esposa, su hijo o un tío de Murcia,…la cuestión es ir a saludar a alguien que conoces de toda la vida y que se extrañe o incluso se asuste porque no sabe quién eres ni mucho menos qué haces en su casa.

Por mucho que he intentado imaginármelo es imposible empatizar con el dolor de esos familiares cuando, al ir avanzando la enfermedad, comienzan a ser olvidados. Sólo espero no llegar a padecer por ninguna de las dos partes el Alzheimer…dudo que con mis solas fuerzas lo pudiera soportar.

Supongo que la misma sensación tendrá el Señor cuando nos olvidamos de Él hasta el punto de poder llegar a decir que no le conocemos. Esa es la consecuencia de nuestros pecados y debilidades, separarnos de Dios de tal forma que hasta su figura puede resultarnos extraña en nuestra vida.

Sin embargo, como también hacen los que cuidan a los enfermos de esta enfermedad mental de la que hago referencia, por mucho que le digamos que no le conocemos, Él sigue estando ahí presente, esperando un momento de lucidez por parte nuestra. Una lucidez que nos haga darnos cuenta de su presencia incansable en nuestra vida y que nos haga caer de bruces ante tal cantidad de amor derrochado hacia nosotros sin que seamos capaces de devolvérselo.

No me imagino a Dios con la enfermedad del Alzheimer. Sería nefasto para nuestra existencia. No obstante, el Evangelio de esta semana nos lo deja caer: “Os lo aseguro: no os conozco”. Si ya es duro escuchar el testimonio de los familiares que cuidan a estos enfermos cuanto más será escuchar, por parte de Dios, un no sé quién eres. Y por mucho que le digamos quienes somos…nada de nada.

Aunque la misericordia de Dios es infinita el cielo hay que ganárselo y sólo mediante el amor lo podremos conseguir. Así que no basta con ir a Misa todos los días o pasar muchas horas en oración. Si todo eso no se traduce en obras y en una espera confiada en Dios, de nada sirve.

Tengamos nuestra vida preparada y cargada del amor del Señor porque sólo así seremos reconocidos como verdaderos Hijos de Dios.

Vuestro párroco

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