viernes, 22 de diciembre de 2017

Recuerdo el primer día que lo dije. Yo era muy pequeño, pero lo recuerdo como si fuese ayer mismo.

Días atrás de esa primera vez, mi padre me dijo que lo acompañara a traer las ovejas de nuevo a nuestra casa. Estaban en un terreno que distaba dos días de nuestro hogar con lo que pasaríamos unas cuantas noches fuera de nuestra casa. Pero, aunque estábamos en invierno y las noches eran muy frías, a mí no me importó: era la primera vez que acompañaba a mi padre y a los demás vecinos, para traer de vuelta a las ovejas.

Soñaba con ser igual que mi padre de mayor: un buen pastor. Sentado desde una roca, observaba como mi padre iba llevando el rebaño de un lugar a otro y enseñando a las ovejas a reconocer su voz. Muchas veces le decía si le podía ayudar pero él me respondía siempre que todavía era muy pequeño para estas faenas.

- No seas tan impaciente, hijo. Ya tendrás mucho tiempo para aprender y cuidar del rebaño cuando mis fuerzas flaqueen.

Siempre me decía lo mismo. Pero esta vez fue diferente. Por primera vez mi padre me pidió que lo acompañara.

Los dos primeros días fueron muy sencillos. Mi padre no dejaba de contarme cosas y alertarme de los peligros que acarreaba el oficio de pastor. Por las noches, nos juntábamos todos y yo escuchaba con atención y asombro las historias que los demás vecinos contaban sobre lobos, ladrones, risas y anécdotas que les habían ocurrido mientras estaban con el rebaño.

Una vez recogimos a las ovejas, el trabajo se complicó. Veía el esfuerzo que hacía mi padre junto con todos los demás y yo me veía muy incapaz.

- Papá, esto es muy difícil. – Le decía a menudo.

- Ahora, lo ves todo muy complicado, pero poco a poco también te harán caso a ti y llevarás al rebaño mejor que nadie. – Me respondía.

La última noche, antes de llegar de nuevo a casa, estábamos todos muy cansados y casi no hubo historias antes de dormir. Los animales habían estado muy nerviosos ese día y guiarlos había sido muy complicado.

Al poco de cerrar los ojos un ruido muy fuerte me despertó. Mi padre estaba a mi lado de pie mirando al cielo y no prestaba atención a cuantas veces le llamara. Al cabo de unos minutos, con lágrimas en los ojos, se giró hacia mí y me dijo: - Mira. – Mientras me señalaba la copa de un árbol.

Cuando se apartó un poco vi una luz blanca muy fuerte. Tanto que casi me cegaba, aunque no me hacía daño a los ojos. Cuando me acostumbré a la luz vi una figura que parecía un hombre, pero tenía alas y vestía una túnica larga y blanca que ondeaba en el aire.

La figura humana decía cosas que no entendía pero el resto de los que estaban allí si porque asentían y se llevaban las manos a la cabeza.

Mi padre me cogió de la mano y nos alejamos un poco de donde estábamos. No paraba de preguntarle que a dónde íbamos pero él no me hacía caso. Poco a poco se fueron juntando más pastores que había por los alrededores hasta que llegamos a una pequeña cueva no muy lejana de la ciudad de Belén.

En la boca de la cueva había un montón de personas arrodilladas mirando hacia dentro y la misma figura que habíamos visto antes sobre el árbol nos señalaba hacia el interior.

Fuimos saltando entre la gente y llegamos dentro de la cueva. Era un establo y, en él, había una familia. Eran unos forasteros que habían venido a la ciudad. En medio del silencio se oyó el llanto de un niño. No me había dado cuenta, pero en medio del padre y de la madre había una pequeña cuna hecha con trozos de madera.

Me solté de la mano y fui corriendo hasta allí. Mi padre vino corriendo detrás de mi hasta que llegamos a donde estaba la familia. Me asomé a la cuna y vi un bebé que acababa de nacer. La mujer que estaba allí me acarició la cabeza y con una voz muy dulce me dijo: - Se llama Jesús.

En ese momento el niño dejó de llorar, me miró y me sonrió. Era la sonrisa más dulce que jamás había visto. Mi corazón excitado por todo lo que estaba pasando se calmó y sentí una gran paz y alegría en mi interior.


En ese momento y sin saber por qué lo dije, me giré hacia mi padre, le miré a los ojos y, con una gran sonrisa, le dije por primera vez: FELIZ NAVIDAD, PAPÁ.

Vuestro párroco

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