viernes, 23 de marzo de 2018


Hacia la Puerta Dorada

Amanecía sobre Jerusalén. El sol coloreaba las murallas y comenzaba a escucharse el bullicio de las personas que empezaban a realizar sus labores. La ciudad pronto sería un hervidero de comerciantes, políticos y peregrinos que se preparaban para celebrar la fiesta.

Hacía tiempo que estaba despierto. La noche anterior me costó dormir. No así mis discípulos que, con la emoción de volver a la Ciudad Santa, cayeron rendidos poco después de cenar. Yo, en cambio, me quedé mirando la ciudad desde donde estábamos. La miraba y me preguntaba si se daría cuenta de lo que estaba a punto de ocurrir entre sus muros.

De vez en cuando giraba el rostro y observaba el sueño de mis amigos. Tres veces les había dicho lo que me iba a ocurrir cuando fuéramos a Jerusalén pero no creo que lo hayan entendido. Sólo espero que tengan la fuerza necesaria para aguantar todo lo que estaba por venir.

El sol comenzaba a calentar tímidamente la tierra. Mis discípulos ya se habían despertado y lo habían preparado todo para poder entrar en la ciudad. Allí nos estaban esperando.

Descendimos del Monte de los Olivos, donde habíamos pasado la noche y donde, no dentro de mucho, volvería para…comenzar todo. Nada más tocar la carretera principal mucha gente empezó a reconocernos y a seguirnos. La Puerta Dorada se aproximaba, sólo había que ascender una pequeña cuesta y estaríamos, por fin, en Jerusalén.

Al comenzar a subir pensé que no sería la única cuesta que subiría esta semana y me entró miedo. Confío en mi Padre pero, lo que me viene encima,…no se lo deseo a nadie.

La gente a mi alrededor me reconoce y empieza a gritar de alegría. Me suben a un asno y ponen sus túnicas en el suelo, a modo de alfombra, para que pase por encima. Mis amigos han cogido ramas de olivo y se han unido al éxtasis de la gente.

Los gritos de los caminantes cada vez eran más fuertes y me acompañaron hasta que llegué a la puerta. Me detuve frente a ella y la observé detenidamente. Pude haber dado la vuelta y haberme marchado de allí; pero para esto había venido.

Miré al frente y comencé a cruzarla. La gente se asomaba por las ventanas de las casas y dejaba lo que estaba haciendo para verme entrar. Todos gritaban. Todos se alegraban. Sin embargo, a pesar del griterío, solo escuchaba el latir de mi corazón y una frase de la Escritura que no dejaba de rondarme la cabeza: “¡Aquí estoy, Señor, para hacer Tú voluntad!”… que así sea.

Vuestro párroco

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