Hacia la Puerta Dorada
Amanecía sobre Jerusalén. El
sol coloreaba las murallas y comenzaba a escucharse el bullicio de las personas
que empezaban a realizar sus labores. La ciudad pronto sería un hervidero de
comerciantes, políticos y peregrinos que se preparaban para celebrar la fiesta.
Hacía tiempo que estaba
despierto. La noche anterior me costó dormir. No así mis discípulos que, con la
emoción de volver a la Ciudad Santa, cayeron rendidos poco después de cenar.
Yo, en cambio, me quedé mirando la ciudad desde donde estábamos. La miraba y me
preguntaba si se daría cuenta de lo que estaba a punto de ocurrir entre sus
muros.
De vez en cuando giraba el
rostro y observaba el sueño de mis amigos. Tres veces les había dicho lo que me
iba a ocurrir cuando fuéramos a Jerusalén pero no creo que lo hayan entendido.
Sólo espero que tengan la fuerza necesaria para aguantar todo lo que estaba por
venir.
El sol comenzaba a calentar
tímidamente la tierra. Mis discípulos ya se habían despertado y lo habían
preparado todo para poder entrar en la ciudad. Allí nos estaban esperando.
Descendimos del Monte de los
Olivos, donde habíamos pasado la noche y donde, no dentro de mucho, volvería
para…comenzar todo. Nada más tocar la carretera principal mucha gente empezó a
reconocernos y a seguirnos. La Puerta Dorada se aproximaba, sólo había que
ascender una pequeña cuesta y estaríamos, por fin, en Jerusalén.
Al comenzar a subir pensé que
no sería la única cuesta que subiría esta semana y me entró miedo. Confío en mi
Padre pero, lo que me viene encima,…no se lo deseo a nadie.
La gente a mi alrededor me
reconoce y empieza a gritar de alegría. Me suben a un asno y ponen sus túnicas
en el suelo, a modo de alfombra, para que pase por encima. Mis amigos han
cogido ramas de olivo y se han unido al éxtasis de la gente.
Los gritos de los caminantes
cada vez eran más fuertes y me acompañaron hasta que llegué a la puerta. Me
detuve frente a ella y la observé detenidamente. Pude haber dado la vuelta y
haberme marchado de allí; pero para esto había venido.
Miré al frente y comencé a
cruzarla. La gente se asomaba por las ventanas de las casas y dejaba lo que
estaba haciendo para verme entrar. Todos gritaban. Todos se alegraban. Sin
embargo, a pesar del griterío, solo escuchaba el latir de mi corazón y una
frase de la Escritura que no dejaba de rondarme la cabeza: “¡Aquí estoy, Señor,
para hacer Tú voluntad!”… que así sea.
Vuestro párroco
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