Los tontos de Dios
El escrito de esta semana es especial.
No está escrito desde el despacho de mi casa, como es habitual, sino que está
escrito desde la montaña; y más en concreto, desde la montaña de Montserrat, a
los pies de la “moreneta” como llaman aquí a la imagen de la Virgen que
custodia la comunidad de Benedictinos que viven en esta abadía.
Ocho años llevo viniendo aquí unos días para rezar, para
regalárselos íntegramente a Dios, para quitar todo lo que sobra en mi
sacerdocio y llenarlo de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, para hacer que mi
vida se parezca lo más posible a la de Jesús. Unos días en silencio, sin móvil,
sin televisión, sin ordenador (sólo el tiempo necesario para escribir este
artículo), sin reuniones,… una libreta, una Biblia y la liturgia diaria son las
únicas compañeras durante esta semana.
Es curioso cómo, cuando contaba la
semana pasada a mis parroquianos dónde iba y qué iba a hacer, muchos se
quedaban extrañados: ¿Y no vas a decir
nada en toda la semana? ¿Vas a estar totalmente callado? No sabía si
tomarme esas preguntas como expresión de asombro o porque hablo demasiado y los
que me rodean se extrañaban de que pudiera estar callado tantos días… Pero sí,
se puede estar en silencio. Un silencio habitado por la presencia y la Palabra
de Dios, un silencio que transforma, un silencio que ayuda a entrar en oración,
que ayuda también a los que me rodean a entrar en oración. Un silencio cargado
de Dios, de amor, de esperanza y fortaleza.
Quiero imaginarme que es el mismo
silencio que habría en el monte donde se subió Jesús para proclamar las
Bienaventuranzas que escucharemos este fin de semana. Un silencio espectral
ante aquellas palabras cargadas de consuelo. Un silencio que llenaría de la
Palabra de Cristo los corazones de todas aquellas personas que se agolpaban
alrededor de Jesús.
Sólo desde ese silencio podemos
encontrarnos con el Señor. Sólo callándonos podremos escuchar la voz de Dios
que continua hablando aunque nosotros no callemos. Y, aun sin callar, nos
quejamos de que el Señor no nos habla, que se ha olvidado de nosotros, que no
nos escucha…en fin…
Los que me conocen un poco saben que le
doy mucha importancia al silencio. De hecho, en nuestra parroquia de Fátima,
intento que, en la Eucaristía, haya momentos prolongados de oración personal en
silencio (tras el sermón y la comunión) que ayuden a interiorizar lo que
estamos viviendo. También intento que antes y después de las misas mantener el
máximo silencio posible, pero por mucho que lo diga…lo único que gano es que la
gente se enfade porque les he pedido silencio.
Porque estar en silencio es de tontos.
¡Con lo importantes que son mis palabras, opiniones y críticas! ¿Me las voy a
guardar para mi? ¿No las voy a compartir con el que está sentado a mi lado?
Si estar en silencio es de tontos, me
alegro de formar parte de los “tontos de Dios”: los tontos que quieren escuchar
su Palabra, los tontos que quieren prepararse antes de celebrar cualquier
sacramento, los tontos que no temen escuchar la voz de Dios aunque su Palabra
les cambie por completo la vida, los tontos que dedican unos días al año
íntegramente a Dios, los tontos que creemos que su Palabra es más importante
que la nuestra. Bienaventurados, pues, los “tontos” que intentamos escuchar a
Dios…
Vuestro párroco
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